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Conversaciones con Madreselva

Para escucharlo hacer click aquí

1-
Ella no sabe que la llamo Madreselva.
No recuerdo cuándo empecé a llamarla así.
Madreselva es de todos. Es mi madre y es la celebración de su pensamiento, de su sabiduría.
La presencia de una vejez sufrida, valiente, manifiesta, compartida.
La que va adelante en el camino. La que alerta. La que previene.
Madreselva dice: la vida se va rápido. Disfruten mientras puedan. Es feo venir viejo…

Madreselva plantea desafíos al testigo. No se sabe cómo escuchar., cómo acompañar sus declaraciones sin minimizarlas, sin volverlas romanticismo barato, vaso lleno frente a alguien que se ahoga. Una mente brillante, despierta, vivaz, en un cuerpo colapsado, que ella juzga ha durado demasiado. Un cuerpo que vive (quizás como ha vivido ella) para algo que necesitan los demás. ¿Por qué no muere?, se pregunta. ¿Por qué no muere, de una vez por todas? ¿Quién está a cargo de esta dramaturgia perversa? ¿Quién no está soltando y por eso no deja que pase lo que tiene que pasar? ¿Quién no la libera, qué miedo le corta las alas? ¿Qué acontecimiento familiar (un libro, un casamiento, un nacimiento) le pide que se quede un poco más? ¿Quién no está aun en condiciones de seguir sola? Madreselva recuerda a mi tía, su cuñada, que en la última etapa de su enfermedad se despertaba por las mañanas y con horror cómico decía “Ay, ¿pero todavía estoy acá?!” Abrir los ojos. ¿Quién le habrá contado ésto a Madreselva?

Nacida y crecida en el campo, entre animales en una casa donde se hacía el jabón, una casa donde la radio se creía poblada de personas que hablaban desde adentro, Madreselva habla de ese tabú, de eso que no queremos tener cerca,  como quien habla de una estación, de un clima que se funde con otro. Va preparándose y preparándonos. Casi nos dice cómo tenemos que sentirnos cuando pase, cuando ella “falte” (así nombra el suceso, no dice muerte, morir, ni muero, tal vez fallecer sí, porque es elegante hasta en su lenguaje Madreselva). Desde su lado religioso dice que nos esperará allá, allá donde va a encontrarse con él, que la irá a buscar. Y yo pienso, en esa misma línea mítica pero a la vez realista, cómo va a hacer mi padre para hacerse paso entre tantas personas, como en una estación de tren donde es difícil discernir lo familiar, los rostros amados entre tanta repetición de lo igual. Tal vez en la muerte (seguro) las relaciones no sean familiares, el amor será expansivo, al menos así lo imaginamos en parte, fuera de la gramática del infierno. Pienso en personas, con cuerpos, vestidas, sin valijas, eso sí. Madreselva liberándose de nosotros, del modo en que entendemos y hacemos la vida: leer, mirar tele, conversar, escuchar, entender, comer, dormir, utilizar el baño, hablar por teléfono. Madreselva transcendiendo su cuerpo, sin dejar de ser ella, para que él pueda darle la bienvenida y seguir su “vida” juntos.

Escribo esto para dejarla ir, tal vez. Escribo esto para no olvidarla, como anoté pedacitos de diálogos entre M y M en mi muro, escenas breves de nuestras conversaciones telefónicas o presenciales, esas en las que no dejó de sorprenderme y en las que se abrió una puerta a eso que queremos mantener fuera de escena: la decadencia, la finitud, los procesos en los que estamos irremediablemente solxs… la despedida, el fin de una historia familiar.

Y sin embargo, a la Beckett, a la Barthes, la veo en esa foto con mi libro en la plaza, en su silla de ruedas bajo el sol, sus antebrazos fuertes, la mujer de 94 que se lava sus bombachas a mano y hasta hace poco se deslizaba por la casa con ellas colgando del andador para ir a tenderlas al balcón. Su trabajo diario, su relación con la batería de medicamentos que la mantiene viva, y el modo en que puntean su día: comienzo otra vez y así las estaciones, entre un no entender cómo se puede durar tanto y un no poder dejar de cuidarse para no causar más problemas, porque esa es la performance asignada cuando se ha vivido según la lógica del cuidado, ajena al ocio y a lo creativo por fuera de la costura o la cocina, ahora inalcanzables.

La mujer nacida en la segunda década del siglo XX, superabuela atraviesa-siglos, que entre todo lo que ha atestiguado en su vida ahora le toca una pandemia, le toca ajustarse ese barbijo con el que cree proteger a otrxs porque se imagina peste, en una sociedad que en realidad la anota como descartable, una sociedad que la contagia porque hay que vivir, porque somos jóvenes, porque a nosotros no y sino qué importa, si no sana hoy, sanará mañana…

Ya vivi basta, dice. Ya fuimos felices, declara, como cuando decidía cerrar la estadía en el parque y emprendíamos el regreso a casa, a las tareas, al lunes.

Pero más que terminar, empiezan estas conversaciones con Madreselva, hilvanando esos destellos de charlas telefónicas, mis reflexiones sobre ella, sobre mí, sobre nuestro vínculo, sobre lo que nos deparó transitar una pandemia juntas, a la distancia, como continuación, incluso, de otras veces que tuvimos que estar separadas, peleando por la vida. Otras veces en las que dijimos quedáte un rato más, o cuándo venís, dentro de la obra mayor que son las vidas migrantes, la de ella como migrante de la provincia a la capital y la mía de ciudad en ciudad en esta misión que imagino como corresponsal siempre en tránsito. Lo dicho y lo no dicho, lo que se sabe y lo que no, las formas en que nos protegimos del dolor, o de la otra.

Escribo para alejar la muerte, o para empezar el camino, ese otro viaje.

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This entry was posted on March 15, 2021 by in Uncategorized.
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